El siguiente relato, muy breve, es bastante raro. Seguramente pocas personas lo han leído ya que es muy difícil de encontrar. Se publicó en una revista española de ciencia ficción y fantasía (Nueva Dimensión), en el año 1977, y, por lo que veo en Internet, nunca más volvió a publicarse en nuestro idioma. Tampoco está disponible en ningún sitio web, ni puede descargarse o comprarse «online».
Nueva Dimensión, una revista «de culto» que dejó de publicarse en 1983.
Leí este texto cuando era adolescente y nunca pude olvidarlo, a pesar de que parece una historia insignificante. A lo largo de los años lo busqué cada tanto. Pensé que en algún momento lo encontraría publicado en alguna antología (como libro «de papel»), o tal vez en el blog de algún lector curioso, como yo mismo he sido, como yo mismo lo estoy publicando ahora.
Finalmente encontré a la venta un ejemplar de la revista Nueva Dimensión donde fue publicado este relato. Estaba en una tienda de libros usados de España, que lo ofrecía desde su sitio web. Pero por experiencias anteriores sabía que no podía comprar la revista y pedir que me la mandaran a mi país (Argentina), porque este tipo de envíos llegan hasta aquí, pero terminan «perdiéndose» en el correo local. Finalmente me decidí a comprar la revista, pero le pedí al vendedor que sólo me enviara por WhatsApp las fotos de las dos páginas de la revista correspondientes a este cuento. Era una buena solución para mí y era también una buena solución para el vendedor, que podía volver a vender la revista.
Este es el «formato» en el que me enviaron el cuento.
Esta historia es acerca de la esperanza.
La esperanza es ese maravilloso motor que nos impulsa a llevar a cabo nuestros sueños. Por ejemplo, si yo no hubiera tenido la esperanza de volver a encontrarme con este texto, no lo habría buscado. Y, lógicamente, tampoco estaría compartiéndolo ahora.
Pero este relato es bastante pesimista y oscuro, y se refiere a la esperanza de una manera muy muy rara.
La esperanza siempre tiene buena prensa. Normalmente a nadie se le ocurre pensar que puede haber algo malo en relación con tener esperanzas.
Pero al mismo tiempo la esperanza puede apartarnos de la experiencia real y concreta que estamos viviendo, puede impedirnos ver lo bueno que hay en nuestras vidas hoy. Puede convertirnos en personas insatisfechas, siempre anhelantes de otra cosa, de algo distinto de lo que tenemos ahora, esperando indefinidamente eso que tanto deseamos… pero que siempre parece estar «más adelante».
Pero no el heraldo, por Roger Zelazny
Cuando el viejo descendió de la montaña, con la caja, caminando por la senda que conducía al mar, se detuvo, para apoyarse en su cayado y observar el grupo de hombres que estaban ocupados en incendiar la casa de su vecino.
—Dime, hombre —le preguntó a uno de ellos— ¿por qué incendiáis la casa del vecino que, como veo por los gritos y los ladridos, todavía está habitada por el vecino, su perro, su esposa y sus hijos?
—¿Por qué no hemos de incendiarla? —retrucó el hombre—. Es un extranjero del otro lado del desierto y es diferente de todos nosotros. Esto también se aplica a su perro, distinto de los nuestros y que ladra con acento extranjero. Y su esposa es mucho más bella que las nuestras y sus hijos más listos que los nuestros y hablan como sus padres.
—Entiendo —asintió el viejo, siguiendo su camino.
En la encrucijada, divisó a un mendigo tullido cuyas muletas se hallaban en lo alto de un árbol. Golpeó el árbol con el cayado y las muletas cayeron al suelo. Se las devolvió al mendigo.
—Dime cómo han llegado hasta la copa del árbol tus muletas, hermano —inquirió.
—Los chicos las han arrojado a lo alto —le explicó el mendigo, colocándose las muletas bajo los sobacos y extendiendo la mano suplicando una limosna.
—¿Por qué lo hicieron?
—Estaban aburridos. Atosigaban a sus padres a preguntas: ¿Qué hacemos ahora? Por fin uno de los padres les sugirió que fuesen a importunar al mendigo de la encrucijada.
—Estos juegos son muy antipáticos —observó el viejo.
—Cierto —asintió el mendigo—, pero por fortuna los chicos mayores divisaron a una joven y se marcharon con ella al campo. Puedes escuchar sus gritos ahora mismo, si escuchas con atención. Ahora son débiles, claro. ¡Quién fuera joven y no estuviera mutilado, para poder disfrutar de ese juego!
—Entiendo —musitó el viejo, dando media vuelta para marcharse.
—¡Una limosna! ¡Una limosna! ¿No tienes monedas en la cajita que llevas? ¿No tienes nada para auxiliar a este pobre mutilado?
—Te doy mi bendición —repuso el viejo—, pero esta caja no contiene dinero.
—¡Al diablo con tu bendición, viejo carcamal! ¡No se puede comer una bendición! ¡Dame dinero o comida!
—¡Ay, por desgracia no tengo ninguna de ambas cosas!
—¡Entonces que mis maldiciones caigan sobre tu cabeza! ¡Que todas las desdichas se abatan sobre ti!
El viejo continuó su camino hacia el mar, y poco después se tropezó con dos hombres que estaban cavando una fosa para un tercer individuo que estaba muerto.
—Es una santa ocupación la de enterrar a los muertos —observó el viejo.
—Sí —afirmó uno de los otros dos—, especialmente si al difunto lo has matado tú mismo y estás escondiendo las pruebas.
—¿Vosotros habéis asesinado a este hombre? ¿Por qué?
—¡Por nada, maldita sea! ¿Por qué ha de luchar un hombre que no tiene ni una miserable moneda? Su bolsa estaba vacía.
—Por sus ropas podíais comprender que era pobre.
—Sí, y ahora su pobreza ya no volverá a molestarle.
—¿Qué llevas en esa caja, viejo? —se interesó el segundo asesino.
—Nada de valor. Voy a arrojarla al mar.
—Deja que echemos una ojeada.
—No.
—Nosotros juzgaremos su valor.
—Esta caja no debe abrirse.
Ambos se le aproximaron.
—Entréganosla.
—No.
El segundo golpeó al viejo en la cabeza con una piedra, y el primero le arrebató la caja.
—¡Ya está! Ahora veamos qué tiene dentro.
—Os lo advierto —gruñó el viejo, incorporándose—. Si abrís la caja haréis algo terrible que jamás podréis deshacer.
—Nosotros juzgaremos tus palabras.
Empezaron a cortar las ligaduras que sujetaban la tapa.
—Si aguardáis un instante —jadeó el viejo—, os contaré qué es esta caja.
Los otros dos vacilaron.
—Está bien, dínoslo.
—Es la caja de Pandora. La que la abrió arrojó sobre el mundo todas las terribles calamidades que lo afligen.
—¡Ah, un cuento!
—Está dicho por los dioses, que me han encargado que arroje esta caja al mar, que la maldición final espera dentro de la caja y que es peor que todas las demás juntas.
—¡Ja, ja, ja!
Cortaron el bramante y abrieron la caja.
Surgió una radiación dorada. Flotó en el aire como un manantial y de su interior salió un ser con alas que, con voz infinitamente delicada y patética, exclamó:
—¡Libre! ¡Al cabo de tantos siglos, libre al fin!
Los asesinos cayeron de bruces.
—¿Quién eres tú, oh, extraña criatura —preguntaron—, que promueves en nosotros tan extraños sentimientos?
—Me llaman Esperanza —repuso la criatura—. Tengo que viajar por todos los lugares oscuros de la Tierra, donde inspiraré a los hombres la sensación de que las cosas pueden ser un día mejor de lo que son.
Tras cuyas palabras se elevó en el aire, marchando en busca de los lugares sombríos de la Tierra.
Cuando los dos asesinos volvieron a mirar al viejo, éste se había transformado. Su barba había desaparecido y estaba ante ellos como un poderoso joven. En su cayado había enroscadas dos serpientes.
—Ni siquiera los dioses podían prever esto. Habéis atraído esta maldición sobre vosotros mismos, con vuestra acción. Recordadlo cuando la Esperanza se convierta en polvo en vuestras manos.
—No —exclamó uno de los asesinos— ya que aquí llega otro viajero, con una magnífica bolsa al costado. Nos retiraremos a una tranquila existencia con el producto de este día.
—¡Locos! —gritó el joven, y giró sobre sus talones alados, desvaneciéndose en el sendero y saludando a Hércules al pasar a su lado.
Roger Zelazny